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miércoles, 16 de febrero de 2011

Técnica vs. Naturaleza

La verdadera lucha es del imperio contra dios.

El verdadero imperio es el silencio de dios.

El verdadero silencio es el vientre divino,

El viento que sopla fuego,

El viento que sopla el vidrio, la creación.


Solitarios, insólitos:


La mística es el simple discurso que precursa los placeres del cuerpo en su regocijo de salvación. Cuando la mística llama al desarrollo de su placer su propio cuerpo, el cuerpo de cristo no es sufrimiento, es deseo, es sufrimiento amante, amante de pasión.
Es su descenso pisar la tierra por deseo; no es caída ni re-encarnamiento, es simplemente ser mortal y ser divino, es ser hijo del cielo materno en manto divino. Es ser el susurro postrero del aliento perdido, perdida mortal de todo espíritu olvidado de su propio cuerpo y desolación. El la Pieta de cada uno de sus hijos, la escultura humana que sostiene todo nombre, todo artefacto, toda in-vocación.
Es tu sufrimiento sosteniendo el sufrimiento del hijo, sacrificio del dios muerto por su padre en crucifixión.
Es tu sufrimiento sostenido en el brazo del dios que se baja de su cruz para darte, de su propio cuerpo muerto, toda la humana redención.
Es el símbolo que cruza la barrera del tiempo, es absoluta absolución.

(Todo nuevo dios tiene que pasar por un sacrificio que englobe y olvide el anterior, lo cual no ha pasado en más de 2,000 años.)

Es aquello que siempre permanece inédito, a pesar de toda técnica de edición. Aquello que se conserva en cada escrito, en cada trans-formación. Aquello que es la palabra del poeta, el giño del cincel, aliento del animal muerto, aquello que es la vida incluso entre las primeras hijas del tiempo, las piedras de cantera de toda nación.

Comparemos entonces el concepto de aura de Benjamín con el alma de San Juan de la Cruz. Si no fuera por el cristo, no existiría alguien que reivindicara el antiguo Israel. Que sin el sueño de la piedra, no habría ninguna escalera al cielo, fuera con escalones o fuera la cruz, fueran ángeles los subidos o fueran nuestros amigos muertos en su propio momento de morir.

Un signo

Cada letra, escrita en este influjo divino, olvida todo porvenir; hace presente en su vórtice de eterno presente la eterna presencia de su satisfacción.

A tal sentido, la mística lleva a toda epistemología a su suicidio, pues de querer pensar el objeto de la mística, aquella presencia eterna en su propia presencialidad (la ingenuidad atomística de Lacan), descubre la epistemología que ese ente no es ente, es el advenir propicio del silencio de dios. (¿Porque es tan triste la labor del solitario preguntar y solitario sonreír?)

La muerte y su reflejo, todo concepto de vida, se funden en las disposiciones trópicas que comienzan por cuadricular el cuadrado de la representación, éxtasis expedito del hiperrealismo cristiano.

El descenso de cristo, su segundo adviento, no es así un momento datable o aguardable según cuentas del temporal, es el propio viento del tiempo, soplo del sentido de la oración, primera sílaba divina del instante bendito de su lenguaje fundador.
El primer emblema del viento de advenir, eses sostenidas del silencio: serpiente en cada palabra de fundación.

El mundo de dios mundea desde el eterno retorno de su misma in-vocación,
instantes redimidos del silencio eterno, depósito de memoria de sus recuerdos,
todo aquello que la mente olvida sin siquiera olvidarse un solo instante vivido. Todo aquello que calla ante la belleza de la tierra, sea en su rostro, manos, o cualquier otra distancia entre mi alma y su piel.

Tu cuerpo, el mío.

Así como el segundo advenimiento es igual gracia del quijote que aguarda a sus gigantes, corceles, brujos y dragones, así la historia de la poesía es el único aliento del hombre-creador. Todos los poetas cantan uno y lo mismo, cada uno su uno tormento, cada uno tostando su piel ante el fuego viejo del papel.

Santo, santo y bendito.

El aliento del dragón rojo quema el papel,
Cuerpo, trozo de alma percibido por la percepción,
fiesta de cinco daemoniums alrededor de ti.

Uno atrás de uno, enfrente el espejo eterno del placer.

Dios y Dios bendito;
o tu cuerpo y el mío muriendo vivir.

Tú y tu lector amigo, amantes y amados amando morir.

Muertos vividos en aliento divino, vueltos en poesía
eterno porvenir.

Un león yacía tumbado,

ahí el águila voló el porvenir.

Fue,
cuando aquí, despertamos al silencio.

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