En una isla, carente de tiempo,
te vendí, me vendiste.
Fuimos la llama eterna que memora
un crimen que nadie recuerda.
Que nadie contempla.
Ahí inscribimos sombras y destrucción.
Árboles que sólo el viento plantaría.
Yo temía a la bondad de mi dios.
Tú besabas mis miedos,
para de tus besos convertirlos en estrellas.
Aguardamos entonces del fuego a los asesinos,
que vendrían, como siempre vinieron,
a matar el silencio.
A interrumpir el tiempo, a crear el tiempo.
A plegar el cuerpo en su distancia.
A separar el tiempo en soledad y palabra.
Entonces, al no verte, tuve alma.
Solo así conocí desolación y pena.
¡Era tu recuerdo un maldito presagio!
Era el presagio del amor, de sus cenizas.
De un fénix que habitó el abismo de las pupilas de ambos.
Si muero, lo sabrás.
Y es que siempre me supiste al mar.
A donde vaya siempre estás,
donde muera, ya estas muerta.
Siempre fue tu piel mi hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario